viernes, 8 de agosto de 2008

Cartas a Juaniquillo VII (Las mujeres son como las potrancas...)

Olimpia Cruz, a quien mis hermanos y yo llamábamos tía Cruz y el resto Crucita, o doña Cruz, fue una mujer venerada por todos en la familia.

Fue ella la niña de doce años que a la muerte de su madre, cuidó de la mía y sus cuatro hermanos.

Delgada, bajita y de aspecto frágil, se peleaba con los machos de la vecindad, a puño pelao, sin dar ni pedir tregua.

Cruzó barreras feministas que resultaban intolerables para aquella época: operaba alambiques de pitorro en los montes aledaños y vendía su producto a los obreros de la industria azucarera, burlando la mirada de los capataces y mayordomos que vigilaban por el cumplimiento de las faenas de la caña, y en las maniguas de topos por todo el litoral costero.

Tuvo que hacerse fuerte y crecer a toda carrera e inventarse no sé cuántas triquiñuelas para evadir el olfato sabueso de la justicia que perseguía, sin piedad, a los que vivían al margen de sus estatutos.

De temperamento pétreo, tía Cruz tenía una lengua zahiriente que la hacía acompañar con una ligereza de manos y una imperturbable impiedad para los que amenazaran quebrantar su dinámica de trabajo que era la única fuente de ingreso de la familia.

Las historias que cuentan de tía Cruz son muchas y juran que no acaban.

Contrajo matrimonio en tres ocasiones, con tres hombres apuestos y mujeriegos. Hombres que dejaron imborrables huellas en su vida. Pero que nunca lograron, y mira que lo intentaron con vehemencia inaudita, atrincherar su espíritu indómito.

Ninguno de ellos la sobrevivió, por lo que enviudó tres veces.

A todos les quitó el vicio faldero para convertirlos en periquitos caseros, temerosos de su temperamento bilioso.

Sólo uno, a quien nada más recuerdo por su nombre, Carmelo, intentó, con furia y arrojo suicida, contener su furibundo carácter de mujer libre y soberana.

La abofeteó por haberle hecho trizas unos pantalones y una camisa pintorreada de pintura labial y olorosa a fragancia de hembra.

La hoguera de su exacerbado orgullo de mujer vejada se posecionó de ella, como había ocurrido otras tantas veces, y con una naja de barbero le deshizo la vestimenta en el cuerpo.

De milagro no le desgarró la carne.

Tía Cruz no era mujer para tomarse a relajo.

Si lo hubiese querido matar en aquella ocasión lo hubiera hecho sin ningún remordimiento de alma, por lo que el propósito fue darle una advertencia para que lo pensara dos veces antes de volver a hacer semejante tontería.

Carmelo logró doblegarla y cuando le hubo quitado la navaja, la abofeteó varias veces.

La encerró en una de las habitaciones de la casa y se echó a la calle.

Esa noche se fue de francachelas con sus amigos donde hizo alardes de lo acontecido.

De seguro sus acompañantes lo miraban, incrédulos, por lo que les mostró la ropa hecha trapos.

Aquello debió de ser todo un acontecimiento.

Imagino a Carmelo con sus ínfulas de macho domador de hembras, hecho una fogata que le quemaba la sangre con intensa satisfacción orgásmica, mostrando el tórax intacto, en demostración de que la fiera indomable y biliosa no era otra cosa que una mujer enamorada, con el orgullo herido, incapaz de causarle daño al hombre que satisfacía sus más íntimos reclamos de hembra en celo.

Me parece ver a sus interlocutores mirándole, embobados, todavía suspicaces, a pesar de la evidencia que con tanta insistencia les había mostrado. Emitiendo, él, alaridos de victoria macha que se confundían con el humo de los cigarros y el imperturbable tufo a ron caña que les emanaba por la boca a cada risotada.

—¡Tú si que eres un macho de a de veras, Carmelo…!

El, arrematando, con ese cinismo inconfundible que es patrimónico de los que a la fuerza imponen sus criterios, lo más probable contestaba:

—¡Na! Las mujeres son como las potrancas cimarronas: con un fuetazo por las costillas, un jaquimónÙ­ apretao y un buen cuerpo en el lomo, se amansan porque se amansan…

Así, de seguro, se la pasó toda la noche, hasta que el cansancio y la borrachera le obligaron a regresar.

Ya casi amanecía cuando avanzaba, dando tumbos, por el callejón de Talas Viejas.

Venía tambaleándose, como hoja al viento.

Cerró el portón sin saber cómo y a duras penas ganó el umbral de la casa.

Traía los párpados derrumbados y resoplaba la borrachera en arrebatos de alucinado.

Ella lo esperaba en la sala con una mirada reproche que él ni alcanzó a ver y tomándolo por los brazos lo condujo al baño.

Con palabras dulces y amorosas lo desvistió y lo duchó. Lo perfumó y le puso un pantalón blanco y una guayabera del mismo color.

Sentado en la mesa del comedor, con mejor semblante y más comunicativo, ella le sirvió un caldo de pollo humeante, como para revivir muertos.

Parecía un Angel bajado del cielo sentado a la mesa para tomar su última cena.

—Ahí tienes. ¡Quema tus arrebatos para que luego no digan que te mando al infierno con la panza vacía.

Y dicho eso, le encestó el primer centellazo con un palo de escoba que al impacto con el cuerpo, se partió en dos.

De no haber sido por la misericordia de mi padre, que al oir los gritos del hombre se apiadó de él y fue a su rescate, de seguro aquella misma mañana el pobre Carmelo, se hubiera ido a destiempo a morar con sus antepasados.

Demás está decir que, desde entonces, Carmelo renunció por completo a sus amores prohibidos y jamás volvió, ni en broma, a levantarle la mano a tía Cruz.

Ni siquiera a mirarla a los ojos cuando ella lo increpaba por cualquier nimiedad.

El incidente se regó como pólvora.

En todos los rincones del pueblo, y aún en sus periferías, se supo en detalles de lo que le aconteció a Carmelo. Pero nadie, ni sus más allegados amigos y compañeros de faenas agrícolas, ni en las maniguas de topos, ni en las jugadas de náipes, ni tan siquiera sus hermanos y hermanas cuando, a solas, conversaban de cosas tribiales, se atrevió a insnuarle su desventura por temor a la mujer que con tanto ensañamiento le desperchó sus ínfulas de domador de hembras.

Hay quienes juran y perjuran, amigo Juaniquillo, que tía Cruz mató a sus tres maridos. Pero eso te lo cuento en otra ocasión.

© Josué Santiago de la Cruz


GLOSARIO:
Jaquimón: Especie de freno improvisado que se les pone a los caballos, compuesto de una soga amarrada al hocico de la bestia con un pedazo largo que sirve de brida.